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sábado, 10 de abril de 2021

Crónica del viaje a España - julio de 2017 - Libretas - Tarragona - Barcelona

 

Tercera parte de los apuntes que saqué en dos libretas del viaje que hice a España en julio de 2017. En la primera parte están los apuntes que tomé en Gijón, durante la Semana Negra. En la segunda parte aparece Barcelona y en esta tercera la ciudad de Tarragona y también Barcelona. Un abrazo. Gracias por leer.

 


  Barcelona, sábado 22 de julio.

El lavaplatos envuelto en la luz naranja que rebota del piso de cerámicas hexagonales ronronea. Ya falta menos para la partida y el regreso al hogar, a mi nube de gatos satelitales, a la Ciudad Vieja y a los vaivenes del trabajo. Tal vez al frío.
Lindo andar todo el tiempo de bermudas y sandalias. Me duelen las pantorrillas del esfuerzo de caminar ida y vuelta hasta Montjuic.
¡Qué pereza da pensar en todo lo que tengo que escribir! Por ejemplo, hablar de la charla que tuve en el hostal con Máximo, el “Maxi”, un veterano de Zamora, una provincia cerca de la frontera con Galicia, y que me hacía acordar a mi abuelo. Hablamos sobre el despoblamiento de las zonas rurales de España. O escribir de la hermosa cena que tuve con Ricardo Amils y su compañera en el mesón Rías Baixas, y de lo que conversamos allí. O de la visita a la librería Marcial Pons; todos recuerdos de mis dos días y medio en Madrid.
También escribir sobre la charla con el taxista ecuatoriano que me llevó a la estación de Chamartín. O escribir sobre la charla que tuve con el escritor Juan Madrid en el Tren Negro sobre Onetti y su novela La vida breve, o sobre la amena conversación que tuve con mi compañera de asiento, la poeta y periodista Inma Luna.

Juan Madrid y Ángel de la Calle en el Tren Negro, durante la presentación del libro de Juan Madrid, Perros que duermen.
 

Habría que contar sobre las conferencias de prensa que se hacían en el tren, a las que asistía mientras trataba de ver por las ventanillas, algo del paisaje reseco y muy transformado de Castilla, o más adelante, la maravilla de los montes altísimos de León y Asturias.

También, sobre la charla que tuve en Gijón con el escritor argentino Fernando López y sus amigos, sobre los mitos de las historias nacionales, sobre Artigas y la Liga Federal.

Con Fernando López e Inma Luna.

Habría que escribir además sobre que a la mañana siguiente volví a encontrarme con Fernando López en la cafetería del hotel y que, por quedarme de mucha charla con él, me perdí la conferencia de prensa inaugural de la Semana Negra. Inma Luna me reprochó no haber ido. Es que no pude ponerme a tiro de los periodistas que tenían que escribir en sus laptops las notas que saldrían al otro día. Yo no tenía esa posibilidad.

Ángel de la Calle e Ignacio Paco Taibo II durante una rueda de prensa.

Tendría que escribir, antes de que me olvide, sobre el consejo que García Márquez dio a Paco Taibo II y que a su vez nos transmitió a un grupito en la terraza del hotel. El consejo era: no escribas sobre tus limitaciones. Paco nos dijo que García Márquez le había dicho que él no era bueno con los diálogos, pero le salía bien describir paisajes. Pues entonces, se había hecho fuerte en ese aspecto.
Y me cansé. ¡Hala, a otra cosa!


Mis amigos me prestaron dos libros: uno se titula “Como caminos en la niebla” de José Morella, un ibicenco de 45 años. La novela es de 2016 y lleva el subtítulo “Los impetuosos días de Otto Gross”. También me regalaron la primera novela de este escritor: “La fatiga del vampiro”, de 2004. El otro libro que me prestaron es un compendio de textos y cartas del escultor Jorge Oteiza: “Ahora tengo que irme” (2003).

Libreta marrón y naranja.

Barcelona, domingo 23 de julio.

Escuchando The Nationals y su tema Guest room, cuarto de huéspedes. Y acá ando, en el largo apartamento de Barcelona de mis amigos. Si no fuera por la cama contra la pared, no parecería lo que en realidad es esta habitación, el vestidor. A mi lado hay un ropero blanco con un espejo en una puerta, y encima seis valijas viejas. Sobre una cómoda contra la ventana, tengo los libros que compré, muy baratos, en una librería chica, cerca de la Universidad de Barcelona, y unos discos que encontré en una tienda del barrio gótico.

 

Ahora cambié de canción y suena Terrible love.
El cuarto tiene también una mesita con una veladora, con una gran bombita amarilla que asoma y te ciega si por descuido la mirás directamente. Tirados debajo de la mesita tengo el spray para la garganta, el repelente contra los mosquitos y un frasco con alcohol para curarme el pulgar de la mano que me mordió Blanco en la Facultad de Veterinaria. Lo sujeté mal y cuando lo inyectaron me clavó los dientes.
En un ángulo y cubriendo el poco espacio que queda, están mis dos valijas, acostadas en el piso. Ya basta, volvamos a casa, parecen decirme. Otro error de planificación, podría decir; quizá esta semana esté de más. Lo digo por la soledad. Pero en verdad es algo que sabía: uno se lleva a sí mismo en el viaje. No hay escapatoria.

El problema, pienso, sigue siendo el uso que le doy a la realidad; es decir, creo fantasía. Y no sólo en mi cerebro, sino que con mis actos y mis palabras afecto a los otros. Horacio, mi psicólogo, decía que eran mis necesidades y que estas no tenían por qué coincidir con las de los demás. Y, sobre todo, si los pobres demás eran objeto de mi deseo. Deleuze dice que el deseo es agenciamiento. Como si fuera un medio para transportarnos a algún lugar sin tiempo, a un país dorado de la infancia, por ejemplo.
Mi compañera me mandó fotos, como cada noche, de los cuatro gatos: Negro, Blanco, Titi y Beck.



 Barcelona, domingo 23 de julio.

El milagro se dio: llovió en Barcelona. Con rayos y truenos, aunque poco, como para mojar la tierra y dar de beber a plantas y pájaros. Tal vez los gatos flacos de Montjuic tuvieron un breve charco para lamer.
Al rato paró y antes de ocultarse, apareció el sol tiñendo de naranja la torre de la Iglesia de Sant Pere. Miré hacia arriba y vi a las golondrinas volando en círculos, formando una nube de un centenar de individuos. Ya se están por ir, pensé.
Recordé que, en Montevideo, en una tarde de domingo como esta, pero de febrero en el verano austral, las vi reuniéndose en una gran nube. Unos días más tarde las golondrinas habían abandonado la ciudad. Seguro estarían más hacia el norte, en Rocha o ya en Brasil.

También me acordé del libro “Días de ocio en la Patagonia”, de Guillermo Enrique Hudson. En él, Hudson cuenta que las golondrinas se reunían en un árbol, que veía desde una ventana de un convento, mientras se recuperaba de una herida de bala en una rodilla. Todas las tardes las aves se posaban en las delgadas ramas, sacudidas por los vientos del sur, hasta que un día el tiempo cambió, se puso fresco, y un 14 de febrero las golondrinas se fueron al norte. Así que de alguna manera las golondrinas están por irse de Barcelona.

Libreta marrón y naranja.



Tarragona, lunes 24 de julio.

Acueducto romano. Las piedras enormes, viejas y gastadas, repartidas sus migas por doquier como de una hogaza de pan duro, milenario.
Una hormiga negra y flaca, no es novedad que los animales sean así en este lugar tan seco que es Iberia, examina un hilo de la bermuda que acabo de arrancar.

 
Recién, distraído, dejé apoyado el marcador sobre la tela y acto seguido el tejido absorbió en un santiamén la tinta negra. Catástrofe. Sin pensarlo agrego una gota de saliva. El efecto es peor, la mancha crece el doble.
 

La hormiga mientras, explora el celular y el gorro que puse sobre la piedra caliza.
¿Catástrofe? Nada comparable a la caída de un imperio. Me manché la única bermuda. Malditos gajes del oficio.
Dejé para última hora venir al acueducto. A las cinco de la tarde esto hubiera sido un horno. Pero a las ocho la brisa es suave, el cielo es celeste, tal vez como en Uruguay, aunque se nota que tiene de algo de polvo. ¿O es puro chauvinismo platense?

 

El sol que se oculta hace más rojas las piedras del altivo puente-acueducto que se eleva sobre el monte de pinos. Las cigarras, o chicharras, distintas a las que escuché en el Parque Lecoq alguna vez, no han parado un instante. Los que sí pararon fueron unos franceses que trataban de mantener controlados a sus numerosos hijos, a los gritos.

 

El sol baja. Después de sacar un par de fotos más al acueducto, lo voy a volver a cruzar por el canal por donde iba el agua hasta la sedienta Tarraco.

Libreta roja y verde.


Tarragona, martes 24 de julio.

Terminando de cenar, pasada la medianoche, en un barcito en una peatonal, de nombre Alegría, donde almorcé ayer al mediodía. Parece que fue hace días.

 

Una mujer, flaca, con la piel apergaminada, con un pañuelo azul con arabescos blancos en la cabeza, y los lentes negros sobre él, habla sola. Me cambié de mesa para no oírla, pero eso significó problemas de conexión con internet.
Me voy. La comida no estuvo buena y la caña de cerveza, cara.

Libreta roja y verde.


Barcelona, miércoles 26 de julio.

Ya hice el check-in por internet. Ventanilla en los dos vuelos. De “Barna” a “Madris” y de esta a Montevideo.
Otra vez en El obrador, el bar cerca de donde viven mis amigos. Me siento en el fondo, en una mesa contra una pared. De fondo escucho a Loquillo cantado: “feo, fuerte y formal”. Se me erizan los pelos. “Ya sabes, feo, fuerte y formal”.
Esto de España está muy bien; me refiero a lo del menú. El primer plato, la entrada, a veces es contundente. Una ensalada de papas y tomates, con atún (pescado en el Atlántico sur, imagino), y aceitunas negras con carozo. Ojo con las muelas.
La convivencia está medio complicada en la casa (por culpa de una discusión inútil sobre la posible independencia de Cataluña), por eso remonté vuelo y pasé una noche en Tarragona (hay algo de eso en la otra libretita), y hoy pensaba ir a Cadaqués en tren, pero me levanté medio mal.


Tarragona

Ayer de mañana estuve en la vieja Tarraco de los romanos, y de nochecita en el cerro de los bunkers, o Turó del Carmel. Me llevó Fernando Santullo y fue un paseo muy bueno.
Anduve en metro por primera vez en Barcelona. Como íbamos ascendiendo, hasta un barrio alto, el vagón estaba ligeramente inclinado hacia arriba. Fue una sensación extraña, porque generalmente los subterráneos viajan horizontalmente, y en este íbamos remontando un cerro por debajo de la superficie. Al rato nos bajamos en un barrio increíble.

Recién sonaba en El Obrador la banda Offpring y ahora suena Dust in the wind (un tema que tenía en un casete con canciones grabadas de la radio y hasta con tandas y todo; escuchaba ese casete mientras leía ciencia ficción en mi cuarto, en esas tardes maravillosas de sol de primavera). Me trajeron el segundo plato: pavo (pobre pavita) con champiñones.
El barrio al que me llevó Fernando era muy loco porque estaba sobre un cerro, con calles muy inclinadas. Mi amigo sabía que había un ómnibus pequeño que subía hasta la cima. Estuvimos en una parada esperándolo unos veinte minutos mientras charlábamos y disfrutábamos de la brisa que a esa altura soplaba lindo. Mientras, el cielo se iba oscureciendo y eso nos preocupaba. No íbamos a llegar para ver la ciudad desde lo alto con luz diurna.
Cuando por fin vino el ómnibus le preguntamos a la chofer si iba a “los bunkers”. La mujer nos dijo que no, que ella bajaba, pero que si corríamos podríamos alcanzar el último ómnibus, a unas calles de allí. Estuvimos esperando en la parada equivocada. Bajamos corriendo una calle hasta una avenida. En una terraza de un bar unas personas charlaban tomándose sus cañitas y contemplando la bella vista del barrio Valle de Hebrón, con sus luces encendidas. Ni bien llegamos a la parada p
asó un ómnibus y nos subimos.

 

En la radio del bar suena Paranoid de Black Sabbath. Mientras Ozzy Osbourne canta, el dueño me trae el postre. Un pedazo de un melón alargado y verde como una sandía. Es naranja en el corazón, o sea en la parte superior de la rodaja, y luego es verde claro. Su gusto es alucinante, almibarado. En la radio David Bowie canta que “todos podemos ser héroes”.



En la cima del cerro estaba lleno de gente joven y hasta un poco de olor a marihuana se sintió. También muchachas muy bonitas, algunas de ellas quizá eran turistas de la próspera China. ¿A qué coste esa prosperidad?
La ciudad, inmensa, abigarrada, se expande entre los cerros. Resalta el “pepino” barcelonés, la Torre Glòries, el edificio posmoderno, iluminado con luces rojas y azules.

“Aquel, en ese cerro, es Vallvidrera, el pueblo de Pepe Carbalho”, me dice Fernando, admirador del detective y de su creador, el escritor Manuel Vázquez Montalbán. Cerca se ve otro cerro famoso, el Tibidabo, que me recuerda a la canción Cadillac solitario, de Loquillo y los trogloditas.

Pregunto por el Camp Nou, pero como tiene las luces apagadas no se ve entre los edificios. Después de ver dónde estaban las baterías antiaéreas que defendían la ciudad de los bombardeos fascistas, bajamos hasta una calle donde está el bar Las delicias. Muy uruguayo el nombre, pensé. El bar estaba repleto de gente, y eso que era un martes a la noche.

 

Tuvimos que esperar que se libere una mesa. Cuando por fin conseguimos una, sobre la vereda, pedimos papas con salsa alioli (a base de ajo y aceite de oliva), que estaba exquisita, calamares a la romana y pimientos de padrón, que algunos pican y otros no (aunque nunca me picó ninguno), y dos jarras de cerveza.
Pasamos genial, hablando de mil cosas, del futuro, sobre todo, y de España y su gente.

Al rato tuvimos que bajar hasta el metro por una calle con una pendiente pronunciadísima. Muchas motos estaban estacionadas al cordón de la vereda (la de la foto no es justo esa calle, lástima). Hice el chiste de que, si se te llegaba a caer el casco y salía rodando por la bajada te tenías que olvidar de él. Eran cuadras y cuadras hasta el final de la calle.

Al llegar al metro fue el descenso al averno. Una escalera mecánica inusitadamente larga y después un ascensor que nos bajó varios metros, quince o veinte bajo el nivel de la calle. Luego la estación del metro, también impresionante. Acerada, como una imagen del futuro (¿de un futuro imaginado en la década de los ochenta?).
Una vez en el metro nos despedimos. Nos veríamos en Uruguay, en setiembre. Me bajé en estación Diagonal y cuando subí a Paseo de Gracia por la escalera, llovía a cántaros. Corrí hasta unos edificios sin saber qué hacer y me protegí debajo de una saliente, contra la vidriera de una tienda. Como cuando era cartero, esperé pacientemente a que aflojara la lluvia. De pronto los jóvenes empleados de la tienda comenzaron a salir. Conversaron un momento mientras el encargado pasaba llave a la puerta y se despidieron, caminando bajo la lluvia. Una de las muchachas atravesó corriendo la calle hacia la entrada del metro.

La casa de mis amigos no quedaba cerca y me empaparía si no esperaba que terminara el chaparrón. De pronto, alguien me habla: “¿Puede ayudarme con el paraguas?” Era una muchacha junto a una mujer, seguramente su madre. Accedí y dije que se protegieran de la lluvia junto a la vidriera. Tomé el paraguas y vi que era muy fácil abrirlo. Le mostré a la muchacha cómo hacerlo y luego lo abrí.
—¿De dónde sos? —me preguntó.
—De Uruguay.
Claro, asintieron las dos mujeres.
Mientras se despedían y se iban bajo la lluvia con su paraguas, atiné a preguntarles de dónde eran.
—¡De Corrientes! —me gritaron.
—¡Estamos cerquita! —llegué a responder.
Cuando paró por fin, tras esperar con paciencia de cartero, emprendí el camino hacia el barrio de Sant Pere.


Libreta marrón y naranja.






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