Buscar en el blog

jueves, 11 de enero de 2018

Crónica de un viaje a España (III)



La Gran Vía, Madrid. En la esquina derecha, casi tapada por la bandera, se ve la estatua que menciono al final de esta crónica.


3ª parte.

Escrito en Montevideo, entre el 5 de diciembre de 2017 y el 11 de enero de 2018
(Sobre el viernes 7 de julio de 2017)


A la noche volvió a llover sobre Madrid. Recuerdo haber visto desde el diminuto balcón del hostal una pareja de turistas borrachos discutiendo, abajo en la calle. Ella sostenía un paraguas, mientras su acompañante, mayor que ella, se mojaba. Él quería seguir en dirección a la Gran Vía, pero ella no. El tipo, canoso, medio pelado y con panza, era el que llevaba los pantalones, o eso era lo que él creía. Caminó un par de metros y se detuvo en la esquina. La mujer, de pollera corta, se quedó bajo el alero de la frutería cerrada. Parecía llorar. Mientras el hombre se siguió mojando. Dio unos pasos hacia ella y la llamó conciliador. La mujer esperó un poco y luego comenzó a caminar con dificultad por la acera resbaladiza hasta él. Este le pasó un brazo sobre los hombros y juntos se perdieron calle abajo.


San Bernardo se quedó tranquila después de esto. Cerré la ventana porque entraba aire fresco y me puse a armar la valija. A la mañana temprano tenía que estar en Charmartín para tomar el Tren Negro a Gijón. Puse la valija sobre la cama y empecé a guardar la ropa. Coloqué el paquete con yerba y lo sujeté con una tira. Di la vuelta a la cama y fui hasta la mesita de luz. Allí tenía los tres libros que había comprado en la librería Marcial Pons. Como me preocupaba no pasarme de peso en el vuelo de regreso me había propuesto no comprar demasiados libros. De igual manera estos salían bastante caros así que eso me ayudó a elegir sólo unos pocos. 


Había buscado a la Marcial Pons, que por fortuna quedaba cerca del hostal, porque justo unos meses antes de viajar me había topado con un video en YouTube, donde presentaban un libro homenaje al historiador español Manuel Pérez Ledesma en esa mismo librería. Yo ya tenía de Pérez Ledesma el libro “El obrero consciente”, una colección de ensayos sobre cómo se organizaron los trabajadores españoles durante la segunda mitad del siglo XIX hasta la revolución de Asturias de 1934.
Pérez Ledesma es un historiador, si se quiere rebelde, que junto a sus compañeros de generación cambió la manera de estudiar el movimiento obrero. Esto ocurrió durante la última década de la dictadura franquista y luego en las décadas que siguieron al regreso de la democracia en España.


En aquel video de Youtube del homenaje a Pérez Ledesma aparecían dos de sus amigos, también historiadores: José Álvarez Junco y Santos Juliá. Otro de sus amigos, que no estaba ese día en el homenaje, el periodista y escritor Leopoldo A. Moscoso, llamó a ese trío la Escuela revisionista de Madrid. Término que como toda etiqueta, por más que te la pongan los amigos, no es aceptado por estos historiadores.
Curioso fue aquel día en que estaba en la librería, ver entrar a una de las personas que se encontraba presidiendo la mesa en el homenaje y que yo había visto en el video. Era gracioso. ¿Había volado miles de kilómetros para ver en persona a ese señor? Me reí por dentro. En realidad no, pero no dejaba de tener gracia. Sonriente, saludé al señor, que no sabía muy bien si era el dueño o un administrador de la librería. Después me enteré que su nombre es Carlos Pascual del Pino y que es director de la Librería de Humanidades (porque antes la Marcial Pons se especializaba sólo en Derecho), desde su fundación en 1970.  A partir de 1999 dirige las ediciones de Historia de la firma.
Lo saludé a del Pino y le conté que lo había visto en Youtube y que había venido desde Uruguay (esto sí en parte es cierto), a comprar el libro homenaje a Pérez Ledesma. Algo extrañado me contó que cada tanto llegaba algún visitante uruguayo a la librería, sobre todo me hizo referencia a un ex presidente aficionado por la historia. Claro que yo sabía de quien se trataba. Luego de intercambiar algunas palabras más me saludó muy educadamente y se dirigió hacia el fondo del local.



Acomodé la ropa en la valija para hacer lugar a los libros. Tomé la bolsa de papel y guardé el de Pérez Ledesma junto a sus compañeros. Estos eran un manual de Santos Juliá sobre historia social y sociología histórica y una historia de los hombres en el siglo XX de Josep Fontana. Este historiador catalán vivía en Barcelona y yo tenía la esperanza de poder conocerlo cuando fuera más adelante a esa ciudad.


Por la ventana del hostal se notaba que había parado de llover. Prendí la tele del cuarto y me metí en la cama. Eran casi las dos de la madrugada, pero en Uruguay apenas eran las nueve y los mensajes me caían en el celular. Mariana me contaba que se había puesto a cenar una rica polenta. Me mandó fotos de los gatos durmiendo al lado de la estufa de supergás. Mi hermano Alejandro me preguntaba si ya estaba en Barcelona, y mi amigo Gelhal me escribía para saber en qué andaba. Informé sobre mi situación geo temporal y todos me desearon buenas noches y un buen viaje al Cantábrico.
Pasé los canales de la TV hasta que me topé con el final de una película erótica italiana, donde muchas mujeres se deslizaban desnudas sobre un extasiado personaje masculino. Había dado con la escena apoteósica del final. Aparecieron los títulos de la película y apagué la tele, dejando atrás esa vieja cinta del destape español del que poco había logrado llegar a nuestro propio “destapecito” uruguayo, a mediados de los ochenta. Apenas Las aventuras de Pepe Carvalho, o Solos en la madrugada y un poco más.
La luz de la calle atravesaba las cortinas. El hostal estaba en silencio. Cada tanto se escuchaba el tan-tan del metro que pasaba por debajo de la calle, imposible de oír durante el día. Pasé la mano por debajo de la almohada y me dormí.



La luz amarilla de la mañana entraba como gloria por la ventana. Ay de mí, qué mal dormido que estoy, pensé. Me levanté como pude, me afeité y salí al pasillo en busca de agua caliente para hacerme un mate. Golpeé en la puerta de la administración y salió la señora bajita. Tal vez fuera oriunda de Galicia. Me recordaba a muchas señoras que había conocido en Montevideo cuando era cartero.
Había acertado mi amigo al sugerirme ese hostal. Me habían dado un cuarto cómodo, con una buena ducha y con vista a la calle. Además las personas que atendía fueron amables conmigo. Algo que me llamó la atención fue que un muchacho de la recepción se parecía a Federico García Lorca. Aquella mañana que llegué al hostal me lo quedé mirando. ¿Acaso todos los españoles se parecen a Lorca? Claro que exagero. Ese mismo día conocí a más tipos de madrileños, como al dueño de la cafetería La concha, un hombre bajito de lentes que trabajaba sin parar hasta la hora de cierre y a su ayudante, un flaco simpático que trabajaba sobre todo detrás de la barra.
Aquel doble de García Lorca me hizo recordar mis planes de visitar la antigua residencia de estudiantes donde tanto el poeta granadino, como Buñuel, Alberti y Dalí se conocieron. Hasta había buscado en el mapa, pero mi recorrido salió para otros lados, aunque creo que no llegué a estar muy lejos de la residencia de estudiantes.


De pie, Rafael Alberti, Luis Buñuel y Federico García Lorca. La mujer es María Teresa León.


Otra de las personas que trabajaba en el hostal era un señor mayor, calvo, de nariz grande y ojos pequeños, que me recordó a mi abuelo Salvador. Hablando con él una tarde me contó que era de Zamora, una provincia del noroeste de España, que limita por el norte con la provincia de León y al oeste con la provincia de Orense, además de con Portugal. Así que no era raro que me hiciera acordar a mi abuelo gallego.
Mientras conversaba con este hombre recordé cuando mi abuelo me recitaba, haciendo gala de su gran memoria, los nombres de todas las provincias españolas, siguiendo el orden que le habían enseñado en la escuela. También se sabía de memoria los ríos de la península ibérica, que con rapidez los nombraba en el orden aprendido, que podría sonar a algo parecido a esto, leído bien rápido: Tajo, Duero, Miño, Ebro, Guadalquivir, Guadiana, Guadalete, etc.

Con mi abuelo, Salvador Veloso, ya hace unos cuantos años.

A pesar de que había escuchado varias veces a mi abuelo recitar las provincias, no recordaba a Zamora. Conocía sí al jugador chileno Iván Zamorano. Me explicó aquel hombre que esa provincia fronteriza tenía una población gallega al oeste y leonés-castellana al este. Él era de esta última, me dijo con aire de superioridad. Pero el zamorano, aunque “secote”, como mi abuelo, era un tipo amable y dispuesto a dar consejos.
Mientras hablaba con él sobre si visitaba a menudo las tierras donde creció antes de mudarse a Madrid, pensaba que esta estaba compuesta por un aluvión de personas emigradas de todo el país. Como sucede con Buenos Aires o con Montevideo. Yo me había encontrado un poco con este fenómeno en la capital española y lo notaba en el acento bastante neutro de las personas con las que hablaba, o por ejemplo que el mío no generara ni rechazo ni sorpresa. De hecho escuché a varias personas en Madrid hablando con el cantito rioplatense.



El zamorano me contó que su pueblo estaba bastante despoblado y que sus nietos y sobrinos casi no pasaban por allí. Además de que muchos de los terrenos estaban sin trabajar. Y eso que era tierra fértil, me explicó. Su hermano plantaba y sacaba buenas cosechas. Dije algo como que ese fenómeno del vaciamiento del campo también pasaba en Uruguay. Le conté que mi bisabuelo había nacido en un pueblito, en la provincia de Orense. Lo sabía porque en el 2000 había entrevistado a mi abuelo y había anotado el nombre de la aldea. Cuando busqué en Internet al pueblo en los mapas y lo encontré tierra adentro, a cien kilómetros de Pontevedra, casi me caigo de espaldas. Había sólo cinco casas y cuatro eran modernas. La única vieja se conservaba quizá como reliquia del pasado. Creo que era de esas típicas construcciones que están elevadas del suelo, sobre pilares, para proteger el grano almacenado de los roedores y de la humedad.
Cuando le conté al zamorano este me dijo que no importaba que el pueblo casi no existiera, que debía ir allí, que me alquilara un auto pequeño, que era fácil llegar porque las rutas eran buenas. Pero es que no me parecía buena idea hacer ese tipo de viaje, casi religioso, al pueblito de mis ancestros. En el mapa se veían sólo maizales y montes plantados por alguna empresa forestal. No había dudas, el itinerario estaba trazado y no me apartaría de él, por lo menos al comienzo.


La señora bajita salió de la habitación donde los de la administración desayunaban, trayéndome el termo con agua caliente. Le pregunté si podían llamarme un taxi para ir a la estación de trenes, pero me dijo que no era necesario, que por San Bernardo pasaban muchos.
Agradecí por el agua caliente y volví a mi cuarto. Armé el mate y salí al balcón a despedirme del barrio. Enfrente, en el antiguo palacio de Parsent, ahora perteneciente al poder judicial, una funcionaria miraba aburrida por la ventana. A un lado, por la calle del Espíritu santo, una moto subía dando saltos por el empedrado.



Más lejos, a la altura de la Gran Vía, se veía una figura de metal, encaramada sobre el vértice de un edificio, que hacía recordar a un cristo o a un titán, y que parecía alzar sobre su cabeza un objeto que podría ser un libro.



 Después me enteraría que la estatua es de 1930 y que los madrileños la llaman “el romano”, y que lo que levanta es un pequeño templo. También averiguaría que puede ser una alegoría del ahorro.


Enceguecido por el resplandor, salí con cuidado del balcón, porque las losas del piso eran muy resbaladizas y regresé al cuarto para terminar de guardar las tres cosas que quedaban fuera de las valijas. Cerré la puerta de la habitación y fui a entregar la llave a la encargada. La saludé y le agradecí por el trato recibido. Luego bajé por última vez en el ascensor descangallado y salí a la calle. Allí me esperaba el calor del verano madrileño. No me libraría tan fácil de él. Paré un taxi, de esos pintados de blanco con una franja roja, como la camiseta del Rayo Vallecano o de la selección peruana, guardé las valijas en el baúl y me senté al lado del conductor.
- A Charmartín, a la estación de trenes- le dije. El chofer comenzó a doblar por una calle y me dije, “zas, este me va a pasear”. – ¿No es para el otro lado?- pregunté no muy convencido.
El tipo me miró y me dijo que íbamos bien. Bueno, estoy regalado, pensé, y me dispuse a ver la ciudad por la ventanilla.

 


***



Hasta abril de 2021 la crónica del viaje que hice a España en julio de 2017 consta de cuatro capítulos que comprenden mi visita a Madrid. Luego hay cuatro capítulos nuevos en los que transcribo las notas que saqué en dos libretas, sin llegar a ser capítulos de la crónica propiamente dicha.

Estos son los enlaces:






En El taller de Jar se encuentran las notas
 publicadas en El País Cultural, además de un índice.


Gracias por leer.
 


Texto y fotografías: Copyright ®  Daniel Veloso Mozzo 2017 - 2021





Si se desea utilizar este material con fines educativos o de divulgación por favor primero comunicarse conmigo a través del correo hiperjar3@gmail.com
Gracias. (11/04/2021)