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miércoles, 31 de marzo de 2021

Crónica del viaje a España - julio de 2017 - Libretas - Barcelona

 

Segunda parte de los apuntes que saqué en dos libretas del viaje que hice a España en julio de 2017. En la primera parte están los apuntes que tomé en Gijón, durante la Semana Negra. En esta entrada en el blog agregué fotos de distintas recorridas que hice por la ciudad y que no llegué a registrar en las libretas. A veces el texto no coincide con las fotos y menos con sus leyendas, pero con maña el lector podrá ir saltando del relato que le ofrecen las fotos al de los apuntes. Un abrazo. Gracias por leer.



Barcelona, viernes 14 de julio.

La mañana arrancó fresca. Me desperté temprano, con retorcijones y fui al baño. En el apartamento de mis amigos hay un solo baño, angosto, bien de casa antigua. Y como somos unos cuantos para un baño, a pesar de ser las seis de la mañana, me levanté para estar un rato tranquilo. Después me armé el mate en la cocina.

Me senté a la mesa para escribir estas notas, pero la corriente de aire que entraba por la ventana me hizo volver al cuarto. Como por la noche refresca, aliviando a los habitantes de la ciudad del calor del día, en el largo apartamento antiguo dejan todas las ventanas abiertas, creando sutiles corrientes de aire que cruzan el pasillo, de la calle al fondo.
En esta casa de los vientos no me extrañó que las baldosas del suelo dibujaran molinetes o flujos de colores y todo hecho con pequeñas piezas.


 
Rombos, cuadrados, rectángulos y triángulos, colocados con una paciencia que hoy resultaría extrema, dibujan el movimiento de un siglo que nacía. “Hidráulico catalán”, me dicen mis amigos que se llama ese estilo.
Voy a la cocina a saludar, pero no encuentro a nadie. Tomo un par de dátiles de un frasco y me siento a comerlos cuando en eso aparece Marta, con cara de dormida. Es una amiga de los gurises, una artista de Girona, una ciudad catalana, al norte, cerca de la frontera con Francia. Está armando una obra de teatro comunitario, una acción me dice ella, para la semana que viene. La acción, mezcla de performance y teatro, la va a hacer con mujeres de ochenta y noventa años. Por lo que me contó, estas mujeres evocarán, entre otros recuerdos, lo vivido durante la dictadura franquista. 
 

 
Marta saca la cafetera del fuego y se sirve café. Lo toma sin azúcar. Se ha teñido el cabello de castaño. No sé por qué, pero creo que tenía algunas canas cuando la conocí el día anterior. Es delgada, alta, de movimientos decididos. Tiene los ojos pequeños y oscuros, la nariz plana y algo curva hacia abajo. Los brazos largos y nudosos terminan en dedos fuertes y huesudos. La miro e imagino que su linaje es antiguo, tal vez de la vieja Iberia, pero quién sabe. Tantos movimientos migratorios han habido en la cuenca del Mediterráneo.
Me cuenta que vivió un año en Buenos Aires. Era 1999. Se sorprende que hayan pasado dieciocho años. En ese entonces vivía en un apartamento grande, con su hermana. Pero al mudarse esta se encontró con que no podía pagar el alquiler sola. En eso, le contaron que había un muchacho de Argentina “que estaba buscando piso”, y así fue que conoció a uno de mis amigos.

 
La torre del campanario de la iglesia de Sant Pere.
 
 
Apura su café y toma unas cajas para regresar al primer piso, cuando aparece mi amigo. Ambos se saludan y se ponen a discutir los detalles de la obra del próximo jueves. Mientras, yo me cebo unos mates. Hoy armé un mate con la yerba que traje de Montevideo, que es más amarga, aunque cuando se lava agarra gusto feo. Vuelve a la conversación el tema de cómo han aumentado los alquileres. Ahora con lo que alquilaban aquel piso, sólo podrían pagar una habitación, dicen. Me explican que de todos modos aquel apartamento no tenía las comodidades de este. Carecía de calefacción por gas de cañería y el baño seguía siendo el mismo que hacía cien años, cuando esos edificios se construyeron en la zona de la ciudad que se conoce como el Eixample, el ensanche.

Por la ventana se escucha hablar en inglés y una dulce música de la costa oeste de África. Saludamos a Marta que se va con prisa. A las once llega un técnico a preparar la parte de video de su obra. Ahora escucho que por la ventana llegan las voces de una pareja que habla en francés e inglés. La voz masculina, además, tiene acento que recuerda al alemán.


Al rato, bajo a la calle para salir a conocer un poco la ciudad. Me fijo en los plátanos. Allá en Uruguay estos mismos árboles están sin hojas, pero aquí aún están con ese verde nuevo de la primavera. Igual el calor seca muchas hojas. Un hombre con un aparato sopla las hojas caídas debajo de los autos estacionados.
 

Paso frente a la iglesia de Sant Pere, o Monasterio de San Pedro de las Puellas, cuyo campanario se ve desde la terraza de la casa de mis amigos. Un par de cuadras más adelante llego al arco del triunfo, revestido de ladrillos. Era la entrada principal a la Exposición Universal de Barcelona de 1888.

 

Sigo por una avenida arbolada. En algunos balcones se ven “esteladas”, las banderas catalanas en sus diferentes versiones. Abunda la que posee un triángulo amarillo con la estrella roja. 


Al llegar a la avenida de las cortes catalanas doblo hacia la izquierda, camino un par de cuadras y llego al Paseo de Gracia. Unos minutos más de caminata y un poco antes de llegar a la Casa Battló, ya me topo con la muchedumbre de turistas.

Libreta marrón y naranja.


 La Pedrera o Casa Milà

 

Barcelona, sábado 15 de julio.

En la Sagrada Familia, nada mejor que seguir el vuelo de las palomas (más flacas que las de Montevideo), para entender las formas de las torres y las ventanas.

Los reptiles y los caracoles. La brillantina (gran arbolito de Navidad); los detalles de los recovecos.
¿Qué es lo nuevo? ¿Qué es lo viejo?
 

Libreta roja y verde.





Barcelona. Lunes 17 de julio.

En esta cocina que se me antoja africana del norte, vuelvo a la crónica. En Uruguay hace mucho frío. En Bariloche y Santiago de Chile nevó. En General Roca esta madrugada hizo -2º y en Montevideo 6º de mínima.
Es extraña la sensación de haber zafado del “cruel invierno”. Porque no era un fin en sí mismo. Es decir, no era parte del propósito del viaje. Propósito de hecho, difuso.
 
Dije a alguien que este viaje llegaba tarde. Que yo ya no escribía sobre cómic como para ir a la Semana Negra de Gijón. Ni siquiera tengo un medio donde publicar. Una prueba es que no entrevisté a nadie. Tuve la suerte de acordar con el dibujante José Muñoz, con el que quedé en enviarle un cuestionario. En Montevideo tengo todavía para desgrabar cuatro entrevistas a astrónomos que estudian cometas y asteroides.


Libreta marrón y naranja.



 

Barcelona. Miércoles 19 de julio.

El día va a ser caluroso. Aunque no sufro mucho el calor. Ayer a Fernando Santullo le decía que ese mismo calor que padecimos en Sitges, en el Chuy sería insoportable. Algo tendrá que ver la humedad del aire.


Esta reactivación de la amistad con Fernando es algo inesperado de este viaje. El otro día fui a su casa en Castelldefels, al suroeste de Barcelona. Tuve que tomarme un tren de cercanías en la estación de Paseo de Gracia, frente a la Casa Batlló y su enjambre de turistas. Ese día, después de pasarlo a buscar, fuimos hasta el balneario de Sitges.


Sitges

 Luego regresamos a su casa para almorzar y más tarde fuimos a la playa. Me gustó la vista de los cerros que encajonan la pequeña ciudad balneario contra el mar. Y por fin conocí al Mediterráneo. Bellísimos sus matices de verde y muy sorprendente las pocas olas que se ven. Se parecía al Río de la Plata a la altura de Colonia.

Castelldefels
 
Aquel día, por la mañana, cuando me bajé en la estación de Castelldefels y me encontré con Fernando, este me pidió si no lo acompañaba al ayuntamiento a hacer un trámite. Su auto, viejo para los reglamentos de la Unión Europea, debe ser dado de baja. Fernando espera poder vendérselo a un gitano y que por lo menos el traslado con la grúa al desguazadero le salga gratis. Increíble que un auto pueda valer tan poco.


En el ayuntamiento, la oficina de atención al público estaba llena. Tomé unos folletos sobre las fiestas populares de la zona. Todos escritos en catalán. Se lo comenté a Fernando mientras esperábamos sentados, que lo atendieran. Se quejó de que no se respetara el bilingüismo, lo que considera un abuso. Incómodo, imaginaba que las personas sentadas delante nuestro escuchaban con atención lo que decía Fernando, que no baja la voz cuando opina del tema. Me pareció preocupante que no se pudiera hablar con libertad sobre asuntos como la lengua catalana y la independencia de Cataluña. Por suerte lo llamaron de la ventanilla y al rato estábamos bajo la sombra de los árboles de la plaza.


Pasamos por una peatonal llena de sillas con sombrillas, con parroquianos tomando sus aperitivos de las once de la mañana. Nos sentamos también y pedimos dos cañas (vasos de cerveza) y un bocadillo con tomate y queso de oveja. El viejo refuerzo de pan flauta.
Las muchachas que nos atendieron eran caribeñas. Fernando me contó que en Castelldefels habrá unos dos mil uruguayos y unos seis mil argentinos viviendo. Le pregunté si se habían integrado a la ciudad y me dijo que sí. Que eran todos latinos y que compartían valores parecidos, además de hábitos culinarios y de trabajo, dijo burlón.

Pedimos la cuenta después de refrescar la garganta con cerveza fría y caminamos hasta la estación para tomar el tren a Sitges.

 Libreta marrón y naranja.




Iglesia de San Bartolomé y Santa Tecla. Sitges

 

 


Barcelona, jueves 20 de julio.

En la taberna Babia, del barrio gótico, celebrando el estreno de La Bellesa, la obra de teatro comunitario de Marta.
Ana, una mujer bajita y mayor, cuenta con voz ronca de fumadora, que su pareja, Pierre, murió hace poco. Nos cuenta que era de una etnia del sur de Senegal, que llegó a esas tierras en la Edad media, de Etiopía o tal vez de Nubia.
Nos contó que Pierre estuvo doce años peleando en la guerrilla. Que enfrentó con otros dos hombres y sin armas a unos tipos “que se habían cargado a ocho ancianos”. Que cuando murió, ella lo llevó a enterrar a su pueblo.


Contó que las mujeres comenzaron a cantar las proezas de Pierre desde las cinco de la mañana, cuando salió el sol. Que antes se habían reunido para discutir cómo hacer las canciones en honor al difunto. Las canciones decían que había sido muy buen cultivador, que “tenía manos verdes”, que decía siempre la verdad y que era muy buen guerrero. También, que era muy bueno narrando. Que un amigo vendría de lejos para oírlo contar historias.
Ana nos dijo que ella estaba triste y que a veces no dormía por las noches.
Me dijo que estaba escribiendo las historias de Pierre, cuyo verdadero nombre era Oussuntin.


Libreta roja y verde.



Barcelona, viernes 21 de julio.

Tantas cosas han pasado. Los recuerdos se aprietan en mi memoria y muchos no llegarán aquí. Horacio, mi psicólogo, me decía: hay cosas para escribir y otras para sólo vivirlas. No puedes asir todo. Ya leí un poema de 2008 en la carpa de A quemarropa, en Gijón, que hablaba de eso. Sentí, cuando terminé de leer, que había impactado en algo a aquellas personas que estaban oyéndome. Ese fue el último día en la Semana Negra, a la que extraño.

 

El mercado del Born, el mercado central de la ciudad de frutas y verduras (1921 - 1971) convertido en museo y centro cultural.

Fue el día en que visité Oviedo y el segundo que estuve sin dormir. A la vuelta de Oviedo me acosté un rato y caí rendido. Cuando me desperté me sentía bastante mal. Era como si me hubiera levantado a las tres de la mañana. Me vestí de prisa y salí a la calle.
Afuera la gente inundaba el paseo costero, disfrutando del primer día de sol, tal vez en una quincena. Zombi como estaba, esquivé a los paseantes, intentando no atravesar la bici senda, no fuera cosa que me atropellara uno de esos adictos a las dos ruedas.


Cuando se levantó el piso del viejo mercado del Born los arqueólogos se encontraron con restos del siglo XVII y principios del XVIII del antiguo Barrio de la Rivera, con sus calles, como la de los fabricantes de cuerdas para instrumentos: El carrer dels corders de viola.

 

Al llegar al recinto naval, el astillero donde estaba emplazada la Semana Negra, me topé con el sin fin de puestos de libros, recuerdos, ropa, puestos de inmigrantes africanos y los grandes estands de comidas típicas. Sin muchos problemas me las arreglé para atravesar la multitud hasta las carpas de la organización. Tenía que pagar el hotel. Allí, en la carpa, me despedí de Marta, quien fue mi guía a través del correo electrónico, antes del viaje, y de Lorena, la simpática organizadora, de corte de pelo honguito, que me ayudó muchas veces a que no me perdiera por los “callejones” de la Semana Negra.

Escultura del artista ecuatoriano Juan Carlos Valdiviezo en la calle de las Egipciacas, lugar donde existió el convento de las monjas Agustinas Arrepentidas o Egipciacas.

 

Le pagué a Barajas, el director, y luego me puse a conversar con él sobre las muchas veces que, en los treinta años de vida de la semana, los obstáculos, verdaderos palos en las ruedas, que desde la política le habían puesto a la feria. Sin embargo, gracias al empeño de mucha gente se mantenía, luego de tres décadas, como una de las ferias más atractivas de España.
Ahí fue que, desde la carpa de la administración, y aún bastante dormido, caminé hasta la carpa más pequeña, que llevaba el nombre de A quemarropa, la publicación diaria de la Semana Negra, y oí que estaban leyendo poesía. Me acerqué por un costado, donde la carpa estaba abierta, y entre el público numeroso, que estaba de pie, escuché a unos poetas gallegos, o de la zona, leer sus poemas tristes que hablaban de bares y novias perdidas.

Via sepulcral romana. Necrópolis romana de los siglos I y III d.C.

 

Sin perder tiempo busqué en el celular algunos de los poemarios que había descargado para elegir los poemas que leí el sábado de noche en la carpa principal. El primero que me apareció fue el Cuaderno diez, que escribí entre 2006 y 2008. Fue cuando intenté escribir poesía después de mucho tiempo. Tanto había escrito en mis comienzos, que había llegado a un límite donde, como escribí, el pozo, el aljibe, el manantial, se había secado.

 Restos de un acueducto romano en plaza Vuit de Març, Barrio Gótico.


Así que, con esos poemas del renacimiento, del aljibe al fin manando, esperé mi oportunidad, que no demoró. El muchachito que conducía preguntó si alguien quería leer, porque faltaban dos en la lista. Levanté la mano, pero fui ignorado. Alguien a mi lado levantó la mano y me ayudó a que me prestaran atención.
Dormido como estaba, era como una ensoñación la que me impulsaba y la que me daba valor de leer esos poemas tantas veces releídos por mí, en voz baja, en mi cuarto.

Els Quatre Gats (Los cuatro gatos), cervecería de principios de siglo XX, a la que concurrieron artistas como Pablo Picasso, Antonio Gaudí o Joaquín Torres García.



Gato de la Rambla del Raval, escultura de Fernando Botero.

Leí el poema de un caballo que corre por un campo húmedo (que de hecho es un recuerdo de cuando jugamos carreras con los caballos con mi hermano, en Tacuarembó y del destrozo que hicimos en esa bella alfombra verde), el que contaba sobre los apuntes que sacaba, como intentando salvar el día (como lo estoy haciendo ahora en esta cocina, que se me antoja africana del norte y que mis amigos dicen que es toscana), y el poema sobre el dibujo que dejan las ánforas en el lecho marino, describiendo el contorno del barco hundido, cuyas maderas hace siglos han desaparecido comidas por los pequeños animales del mar, y de cómo un buzo sacaba el corcho de cera de una de estas ánforas. El corcho, dije, salía como lo hacen los corchos viejos, lento, lento.
Allí la gente me aplaudió. Yo agradecí como si fuera un japonés, aunque sin agacharme tanto, claro, y salí de la carpa. Alguien me palmeó la espalda y me dijo “muy bueno”. Era mejor nota que la que me pusieron en el último examen de la carrera.


Libreta marrón y naranja.




 Mercado de Saint Antoni

 

Barcelona, viernes 21 de julio.

Jardins de Laribal, Distrito de Sants-Montjuïc.


Salí a caminar en busca de Poble Sec y de Josep Fontana, el historiador, que vive en ese barrio.
Di una vuelta larga tomando Ronda de Saint Antoni y al llegar al mercado le pregunté a un quiosquero.
—¿Poble Sec? Es muy grande. ¿Conoce la calle? —me preguntó.
Dije que sólo quería conocer el barrio. Tenía la esperanza de encontrar una pista. Tal vez entrar a un bar y preguntar si conocían a Josep Fontana y que diera la casualidad de que fuera parroquiano de allí. Pero la realidad, una vez más, me puso en su sitio.
Y de eso se trata mi viaje. ¿De una búsqueda de mis límites? Ya más o menos los conozco y ahora, a medida que envejezco, más acentuadas son esas limitaciones.



El mercado dominical de libros usados de Saint Antoni.

Llegué hasta la Avenida del Paralelo y me detuve frente a un bar que tenía una estatua de una cantante y actriz de cine. Pero no me animé a entrar a preguntar si conocían a Fontana.


Estatua de "La violetera", un "cuplé compuesto por José Padilla en 1914 con letra de Eduardo Montesinos e interpretado y popularizado por la cantante española Raquel Meller".

 
Así que abandoné mi proyecto de conversar con el viejo historiador, crucé la avenida y entré de lleno en Poble Sec. Como está en la falda de Montjuic las calles son empinadas, y mucho. Justo estaban organizando la fiesta del barrio. A lo largo del verano los barrios van viviendo sus fiestas. Ahora le tocaba a Poble Sec.



Pasé los estrados y la gente, casi todas mujeres, preparando la fiesta, con los puestos de bebida y los escenarios para las bandas de rock, y llegué a la parte del cerro que no estaba construido y donde empezaba una zona arbolada.

 

Subí por una senda peatonal y me detuve a mirar el paisaje bajo un ombú. Salí del camino y trepé a una de sus grandes raíces. Allí pude por fin ver la ciudad, arrinconada por la sierra contra el mar.

 


Se veía la Sagrada Familia y más allá, hacia el centro, la catedral. Había pasado por allí hacía un rato y ahora notaba que me encontraba a la derecha de esos lugares. He tenido dificultad para orientarme. Sobre todo, porque el sol, en su movimiento aparente, viaja por el cielo recostado al horizonte sur, cuando en el Hemisferio Sur lo hace sobre el norte. Mi sistema de orientación está roto o confundido.

Subí por una calle que conducía a la cima del monte, pasé frente al museo de Miró, pero decidí seguir de largo, hasta que me detuve en un jardín con su fuente y me dije: quedate un rato acá, viendo el paisaje.


Me senté en unos escalones y me quedé contemplando el agua que caía mansa, con la ciudad de fondo. Una vez allí pensé que sería difícil que pudiera arreglar algo de lo que me pasaba sólo con contemplar el chorro que luchaba contra la gravedad o con escuchar el sonido del crepitar del agua contra la superficie del estanque. Son tantas las ondas generadas. ¿Quieres registrarlas también? ¿Cuántas hubo antes de que llegaras? ¿Extrañará el estanque sus ondas cuando alguien apague la bomba de la fuente? No lo creo.


Libreta roja y verde.









En El taller de Jar se encuentran las notas
 publicadas en El País Cultural, además de un índice.


Gracias por leer.
 


Texto y fotografías: Copyright ®  Daniel Veloso Mozzo 2021

 
 
 


sábado, 27 de marzo de 2021

Crónica del viaje a España - julio de 2017 - Libretas - Asturias

 

En julio de 2017 hice un viaje a España. La primera vez que crucé el Atlántico. Fui a conocer la Semana Negra de Gijón, una feria sobre novela negra que se hace todo los años desde hace más de tres décadas, en la ciudad asturiana de Gijón. También pude pasear por Madrid un par de días y luego viajar a Barcelona.

Mi idea era escribir una crónica sobre el viaje, y de hecho logré escribir cuatro capítulos. Para hacerlo me basé en las fotografías que saqué y en las notas que tomé en dos libretas. Ocurrió que quedé trancado en el quinto capítulo de la crónica, que trata del viaje en el Tren Negro, que lleva a los escritores y periodistas desde Madrid a Gijón. Durante el viaje del tren la organización hace presentaciones de los autores que participarán de la Semana Negra. Queda en el tintero. Ya saldrá de él.

Mientras, y antes de que pase más tiempo, decidí transcribir y publicar las notas de las dos libretas. Es otro tipo de relato, más personal. En realidad con las notas se omiten muchas cosas del viaje. Esto es así porque uno puede sacar notas en los momentos de tranquilidad; los días agitados o en que se hacen paseos o desplazamientos generan lagunas. Por eso es mejor escribir una crónica y utilizar los apuntes para su armado. Igual, estas notas consiguen dar un panorama de Gijón y su Semana Negra. Más adelante subiré los apuntes sobre Cataluña.

Gracias por leer. Abrazos. 

 

 

Gijón, viernes 7 de julio de 2017.

Semana Negra de Gijón.

(Apuntes al final de la libreta, sacados en plena feria).

Tipo con bastones para hacer senderismo (entre la gente).

Gaviota asustada por el ratón Mickey. (Recuerdo haber visto un globo plateado, inflado con helio, volando alto, como a doscientos metros de altura sobre la feria y una gaviota que volaba cerca de él, como analizando ese objeto extraño).

Yendo a la sidrería.

Dique/humedad.


Gijón, sábado 8 de julio.

¡Está fresco en Gijón! Una brisa húmeda sopla desde el mar Cantábrico. Ya es mi segundo día en la ciudad y apenas me he movido. En el hotel comparto habitación con Iñaki Echeverría, un ilustrador argentino. Buen tipo.
Trato de no pensar y fluir. Pero a veces es difícil. Salen los temas de siempre: Orwell, la guerra civil, anarquismo.


Gijón, lunes 10 de julio.

Insomnio. Un mosquito me despertó en plena madrugada. Pasado de rosca por lo vivido el día anterior, no pude seguir durmiendo. Me levanté y me llevé al baño Patria de Ignacio Paco Taibo II. Iñaki dormía pesadamente. Al rato volví a la cama, pero nada, no podía conciliar el sueño. Entonces me levanté, me vestí y bajé a la cafetería del hotel a desayunar. Era el primero. Como en toda la semana, llovía y estaba nublado en Gijón. El paseo a Oviedo tendría que quedar para el martes.


Del otro lado del vidrio, en el espacio frente al hotel con mesas y sillas, que en España llaman terraza, y donde se reúnen los escritores en sus tertulias improvisadas, sólo hay dos palomas picoteando migas. Son pichones. Tienen la típica pinta desgraciada de las crías de paloma. Es duro verlas. Apenas deben haber abandonado el nido.
Recuerdo que una vez llevé una carta, cuando era cartero en Piedras Blancas, a una casa muy humilde que quedaba al fondo de un terreno baldío. El hombre que vivía allí tenía cinco perros. Cuando me acerqué a ellos, estos se quedaron quietos, echados frente al portón. El hombre los trataba bien y por eso eran mansos. Al acercarme más pude ver que estaban llenos de garrapatas. Como hacía con Rolly, el perro negro y chico de mis abuelos, le saqué un par de garrapatas al que tenía más cerca. Crucé de regreso el terreno y al pasar por entre los pastos altos y como estaba de bermudas se me prendió una garrapata. Vi al ácaro caminando sobre mi pierna, entre los pelos. Le pegué un tinguiñazo y luego lo pisé en el suelo.
 
Playa de San Lorenzo.
 
Recordé esto porque me hizo pensar qué hubiera pasado si el hombre les hubiera puesto algún producto anti garrapatas a los perros. Acaso se hubieran sentido mejor y más fuertes. Pero entonces podrían andar en la calle y quizá ir más lejos. Ello traería problemas a aquel viejo de la casita del fondo. Porque la vida es como el agua en estado líquido. No puedes contenerla. El musgo se esparcirá por tus paredes. Las enredaderas crecerán y treparán pasándose a la casa de tu vecino. Así como tus perros se echarán en medio de la calle de tierra y correrán al cartero cada mañana. Es verdad que esto último no ocurrió. Por suerte no me corrieron por la calle Zapadores. Esa calle termina en el cuartel, sobre Domingo Arena. Años más tarde el cuartel se convertiría en cárcel vip para los torturadores y dirigentes de la dictadura cívico militar.
La cafetería del hotel lentamente se va poblando de gente que no está hospedada, que al parecer desayuna allí todas las mañanas. Quizá así el negocio consigue sobrellevar los meses de temporada baja. Unos veteranos pelean en un dialecto incomprensible para mí. Uno de ellos trata al otro de gallego, despectivamente. Este, el más viejo de los dos, dice palabrotas. Tal vez bromean sobre fútbol. El menos viejo tiene una campera roja con el escudo del Sporting de Gijón. Al rato se va. Ambos me miraban buscando complicidad. Yo sonreía, pero por dentro no quería que interactuaran conmigo. No creo que pudiera entenderles.

Afuera, un hombre llama a una de las trabajadoras de la cafetería. La mujer sale y se acerca al hombre. Este le señala una paloma blanca y negra. La mujer vuelve a entrar y al rato aparece con un pedazo de pan. El hombre agradece y le arroja migas a la paloma. Enseguida aparecen otras más.
Vuelve a repetirse el dilema de la vida y su liquidez. El hombre le da de comer a las palomas. Algo que no tiene límites, ni parámetros, de pronto, el hombre se los pone. Y lo que viene a continuación es el problema de asumir la responsabilidad.
Sin dormir se complica escribir con, sí, claro, con fluidez. Pero las palabras al contrario de las hiedras, no pueden escaparse de la hoja, esparciéndose por la mesa.
 


Gijón, martes 11 de julio.

Otra noche de insomnio. Me acosté a las tres de la mañana, pero a las cuatro estaba de nuevo despierto. Fui al baño y cuando volví ya no pude dormir. La almohada, gruesa y dura, además del colchón, no ayudaron.
Iñaki ronca mucho también. A veces parece que va a explotar como un globo. Era el escenario tan temido: un compañero de cuarto que roncara.
Entonces, a las siete, estaba como el día anterior en la cafetería. Por lo menos no llueve. La muchacha que me atiende es muy amable y recuerda mi elección del día anterior. Dos bizcochos, café negro y jugo de naranja. Pero hoy sí o sí voy a ir hasta Oviedo. Ayer en la feria compré varias escarapelas, o pins, con los colores de la bandera de la República Española para regalar a los amigos. También un libro en el que se describe una ruta turística y temática en Oviedo, para visitar algunos lugares de la ciudad que aún tienen marcas de la revolución de 1934. Después fui hasta la carpa a ver la presentación de ese mismo libro. Me senté en una silla y saqué el termo y el mate de la matera. Sabía que desde el estrado y a mi alrededor, algunos me miraban.

El domingo había sido el gran día, para el que me había preparado ya desde antes del viaje: moderar una mesa con escritores argentinos y mexicanos. En realidad, había sólo un mexicano, Fritz Glockner, ya que Ricardo Vigueras, es español, de Murcia, aunque desde 1996 vive y escribe en Ciudad Juárez, al norte de México. Así que me desdigo: Ricardo es también mexicano, con todas las letras.

De izquierda a derecha: los escritores argentinos Eduardo Goldman y Tatiana Goranski, el escritor español Juan Madrid y los escritores argentinos Fernando López y Juan Guinot.

 

La poeta Olaia Pazos.

Haber leído mis poemas el día anterior al de la mesa redonda me había dado valor para afrontar al público. Simplemente lo que hice fue leer los apuntes que había traído desde Montevideo, con información de cada uno de los autores. Después le daba la palabra a cada uno de ellos, y estos se presentaban al público o hablaban sobre el tema del debate. Pero el tiempo era poco y al final no llegaron a debatir realmente sobre el tema. Ignacio Paco Taibo II, que lo tenía sentado a mi lado, viendo que quedaba pocos minutos asignados para la mesa redonda, hizo un resumen sobre la historia de las relaciones literarias entre México y Argentina. Me fue bien con la presentación de los escritores y me divertí. Algún día si me toca una experiencia similar lo haré mejor.


Pero en el fondo el tema es la enfermedad de mi gato Blanco. Será una larga despedida. No creo que pueda mejorar. Disfruta, dicen todos, pero la realidad es lo que es.
Lo que más me sorprende es lo cristalino que veo todo. No hay diferencia con estar en el Centro o en la rambla Sur. Un tipo de remera roja, baja cajones con botellas de refresco, en la esquina del hotel.

La escritora Sophie Hénaff dando una entrevista en la cafetería del hotel.

Cambiarán las caras, eso sí. Por ejemplo, he notado que los rostros de las mujeres en Gijón son muy diferentes a los que vi en Madrid. En la capital vi muchachas que me recordaban a compañeras de liceo, pero en Asturias me parecieron más vascas.
Sin embargo, hay cosas que he visto aquí que hablan de cierto igualitarismo, y que no se ven allá. Hoy han vuelto a entrar tres empleados vestidos con camperas naranjas a tomarse un café con leche. No imagino esto en Montevideo.

Sabía que algo así me pasaría en el viaje con respecto a la soledad. Recuerdo siempre lo que me dijo Horacio, mi psicólogo, sobre el viajar y las vacaciones. Él decía que era feliz regando su jardín, en el Pinar, durante la licencia.
Pienso qué habría pasado con Blanco si nos hubiéramos mudado el año pasado, como yo quería. El apartamento es bastante húmedo y no recibe luz durante seis meses.
Son demasiados problemas para disfrutar. Menos mal que conseguí terminar la facultad antes de venir a España.
Y ya está bien hasta aquí.

Oviedo
 
Gijón, miércoles 12 de julio.

Día complejo. Al final fui a Oviedo. El viaje en ómnibus desde Gijón fue agradable y muy rápido. En veinticinco minutos había llegado.

Caminé solitariamente por sus calles y peatonales. Hacía más calor que en Gijón. Me gustó sentarme a descansar en un gran parque arbolado a mirar una paloma bañándose en una fuente. También vi una urraca negra y blanca bebiendo de la corriente de agua que se derramaba de la fuente.

Oviedo es como la ciudad uruguaya de Minas, con su gran cerro forestado, aunque aquí tiene en su cima la infaltable estatua de Jesús campeador. Claro, en Oviedo él ha vencido. También hay una estatua enorme encumbrada sobre una iglesia en Gijón. Allí también es el puto amo.


Al regreso, ya en el hotel, conseguí dormir un poco. Había pedido a una de las señoras que limpian las habitaciones que me consiguiera una almohada blanda, y con esta logré dormir. Al principio sólo pude dormitar un par de veces, hasta que finalmente quedé rendido y dormí pesadamente.
Me desperté a las ocho de la tarde, ya que, en Gijón, y con el adelanto de una hora por el horario de verano, el sol se pone a las nueve. Me miré en el espejo del baño y vi que tenía una marca de la almohada en la cara. Me vestí y salí para el dique donde estaba montada la feria de la Semana Negra. Iba por la rambla de Guijón a todo trapo esquivando a los paseantes que habían salido a caminar aprovechando el primer día lindo después de quince nublados y con llovizna.

Acabo de comprobar que una pobre mosca se cayó en mi vaso vacío. Luchaba en el fondo con las alas pegoteadas de cerveza. Con una servilleta la liberé. La mosca no dudó y se trepó al papel. La coloqué sobre la mesa de plástico naranja y me puse a contemplarla. Y me reí con la mosquita borracha, mientras en la terraza del hotel, los de las demás mesas hablaban a los gritos.
En un principio pensé que era un Drosophila, una mosquita del vino, pero después vi que era una mosca común, joven. Lo más curioso es que después de limpiarse sus alas con las patas de atrás, volvió al vaso. Le saqué el dulce y se fue, la muy borrachita, haciendo equilibrio por el filo de la mesa.


El dibujante argentino José Muñoz, de verde.

Falta contar que, totalmente drogado de sueño, le pagué el hotel a Barajas, un flaco de pelo largo encanecido, muy simpático, que dirigía ese año la Semana Negra. Luego fui a la carpa más pequeña, que lleva el nombre de A quemarropa, la publicación de la Semana Negra que sale todos los días que dura el festival, y encontré que estaban leyendo poesía. Esperé a un lado de la carpa, sobre la calle, mi oportunidad. Busqué en el teléfono un pdf con poemas y encontré uno con el Cuaderno 10, de 2008.
En eso, un muchachito con el pelo en casquito, que conducía la lectura, dijo que faltaban dos personas que se habían anotado para leer, y preguntó medio en gallego si alguien quería leer. Levanté la mano y el muchachito hizo como que no me veía, y un buen hombre que tenía a un lado le llamó la atención. Fui hasta el micrófono, ebrio de sueño, como la mosquita borracha, y temblando leí.

 Ricardo Vigueras en la carpa de A Quemarropa presentando su libro.
 

 Iñaki Echeverría en la presentación de su libro.

Leí el poema Augurio, el primero que escribí después de una larga sequía, y seguí con El aljibe, con el poema sobre el caballo que desbocado pisotea los pastos bien verdes y húmedos, y con El ánfora. Todos poemas que hablan del regreso del poeta a su escritura.
Fue algo muy bonito leer aquellos poemas ante la carpa abarrotada de gente, que me escuchó en silencio, mientras me temblaba la mano que sostenía el celular. Cuando después de agradecer, salí hacia un lado, una persona que tenía a un lado, me dijo un “Muy bueno”, que me hizo sentir mejor. Disfruté esa segunda lectura mucho más que la del sábado por la noche en la carpa mayor del festival.
De alguna manera junté confianza con mi poesía, y al otro año esos poemas que leí en la carpa de A quemarropa encabezarían mi primer libro. Incluso llevaría el título del segundo poema que leí, El aljibe.

La escritora Elia Barceló en la carpa de A Quemarropa.

 Ignacio Paco Taibo II

Más tarde, despidiéndome de la feria, de sus tiendas y su rueda gigante, caminé por la rambla, junto a Ángel de la Calle y su compañera hacia el hotel. Ángel, a quien conocí en 2008 en Montevideo Cómic, iba contándome unos cuentos divertidísimos sobre sus lecturas de libros editados en Argentina: “no podía entender cuando un personaje decía: me puse un saco y salí a la calle. ¿Cómo se puso un saco? ¿Un saco de patatas?”, y ambos reíamos bajo el cielo estrellado del Cantábrico.

En vuelo de Asturias a Barcelona, miércoles 12 de julio.

Miro por la ventana del avión y veo el relieve accidentando del norte de España. Las montañas de la Cordillera Cantábrica surgían entre las nubes bajas. Las menos altas, tal vez de ochocientos metros, se veían como islas, asomando entre las nubes de apariencia algodonosa.
Ahora que vamos casi a mitad de camino, el relieve es más bajo. Se ven como cuencas y grandes extensiones pardas, alternadas por otras más oscuras, como si fueran plantaciones de eucaliptus. Desde esta altura el color verde se ve negro. También se ven los ríos, serpenteando entre las colinas desgastadas.

Anoche pude dormir. Mi nuevo compañero de cuarto, Martin Roberts, un periodista británico que vive en Madrid y que habla muy bien el español, aunque hacía ruido al respirar no lo hacía tan fuerte como para no dejarme conciliar el sueño. La almohada blanda que había conseguido ayudó. La extrañaré.
Estaba ya entrada la madrugada cuando entré a la habitación. Roberts estaba durmiendo, así que tomé la valija grande y la llevé al baño para terminar de ordenar la ropa. Esperaba así hacer menos ruido.
A la mañana siguiente me levanté temprano. La organización de la Semana Negra me llevaría hasta el aeropuerto de Asturias para que tomara un vuelo a Barcelona. Puse los libros en la valija chica, y me di una ducha rápida. Al salir del baño me encontré con Martin que se había despertado. Charlamos un poco y me dio su tarjeta. Me pareció buena gente. Así sería George Orwell, pensé, amable, educado y algo distante. Lástima, pensé, hubiera estado bueno conversar más con él.
Al llegar a la cafetería del hotel vi que ya estaba el auto esperándome. Igual me dio el tiempo para despedirme de las dos mujeres que tan amablemente me sirvieron los desayunos.

Abajo, por la ventanilla del avión, se ven los campos roturados. El mosaico de cultivos y zonas forestadas. También algunos pueblos sobre las colinas, siguiendo el curso de los ríos.
Se viaja apretado en estos vuelos de bajo costo. Me tocó el asiento del medio de una fila de tres. Del lado del pasillo tengo un celtíbero bastante grande, de barba rojiza, mirando una película en su laptop. Del lado de la ventanilla, un veterano que duerme. Así puedo mirar el paisaje. Por ejemplo, una gran sierra de más de mil metros de altura. Lástima no poder ver los Pirineos, que quedan a mi izquierda, y como estoy sobre el ala, no puedo ver gran cosa desde mi asiento. Igual me gusta ver cómo tiemblan las alas de los aviones.

Un embalse de agua verdosa; cerros con plantaciones, tal vez de pinos. Más allá estará Portugal, al límite de la visión, oculto por la bruma. Ya falta menos.
Qué buen gesto que tuvo el dibujante argentino José Muñoz ayer, de detenerse a charlar conmigo. Me cayó bien. Creo que lo hizo un poco a propósito. Yo también ayudé, cuando lo saludé le dije que me había gustado mucho su historieta Sudor sudaca. La había leído a fines de los ochenta en la revista Fierro.
El avión empieza a descender y a perder velocidad. Por una ventanilla del lado izquierdo pude ver montañas negras, de cumbres afiladas.
El capitán anuncia que hay veintisiete grados en Barcelona.






 





En El taller de Jar se encuentran las notas
 publicadas en El País Cultural, además de un índice.


Gracias por leer.
 


Texto y fotografías: Copyright ®  Daniel Veloso Mozzo 2021





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Gracias. (11/04/2021)