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miércoles, 31 de marzo de 2021

Crónica del viaje a España - julio de 2017 - Libretas - Barcelona

 

Segunda parte de los apuntes que saqué en dos libretas del viaje que hice a España en julio de 2017. En la primera parte están los apuntes que tomé en Gijón, durante la Semana Negra. En esta entrada en el blog agregué fotos de distintas recorridas que hice por la ciudad y que no llegué a registrar en las libretas. A veces el texto no coincide con las fotos y menos con sus leyendas, pero con maña el lector podrá ir saltando del relato que le ofrecen las fotos al de los apuntes. Un abrazo. Gracias por leer.



Barcelona, viernes 14 de julio.

La mañana arrancó fresca. Me desperté temprano, con retorcijones y fui al baño. En el apartamento de mis amigos hay un solo baño, angosto, bien de casa antigua. Y como somos unos cuantos para un baño, a pesar de ser las seis de la mañana, me levanté para estar un rato tranquilo. Después me armé el mate en la cocina.

Me senté a la mesa para escribir estas notas, pero la corriente de aire que entraba por la ventana me hizo volver al cuarto. Como por la noche refresca, aliviando a los habitantes de la ciudad del calor del día, en el largo apartamento antiguo dejan todas las ventanas abiertas, creando sutiles corrientes de aire que cruzan el pasillo, de la calle al fondo.
En esta casa de los vientos no me extrañó que las baldosas del suelo dibujaran molinetes o flujos de colores y todo hecho con pequeñas piezas.


 
Rombos, cuadrados, rectángulos y triángulos, colocados con una paciencia que hoy resultaría extrema, dibujan el movimiento de un siglo que nacía. “Hidráulico catalán”, me dicen mis amigos que se llama ese estilo.
Voy a la cocina a saludar, pero no encuentro a nadie. Tomo un par de dátiles de un frasco y me siento a comerlos cuando en eso aparece Marta, con cara de dormida. Es una amiga de los gurises, una artista de Girona, una ciudad catalana, al norte, cerca de la frontera con Francia. Está armando una obra de teatro comunitario, una acción me dice ella, para la semana que viene. La acción, mezcla de performance y teatro, la va a hacer con mujeres de ochenta y noventa años. Por lo que me contó, estas mujeres evocarán, entre otros recuerdos, lo vivido durante la dictadura franquista. 
 

 
Marta saca la cafetera del fuego y se sirve café. Lo toma sin azúcar. Se ha teñido el cabello de castaño. No sé por qué, pero creo que tenía algunas canas cuando la conocí el día anterior. Es delgada, alta, de movimientos decididos. Tiene los ojos pequeños y oscuros, la nariz plana y algo curva hacia abajo. Los brazos largos y nudosos terminan en dedos fuertes y huesudos. La miro e imagino que su linaje es antiguo, tal vez de la vieja Iberia, pero quién sabe. Tantos movimientos migratorios han habido en la cuenca del Mediterráneo.
Me cuenta que vivió un año en Buenos Aires. Era 1999. Se sorprende que hayan pasado dieciocho años. En ese entonces vivía en un apartamento grande, con su hermana. Pero al mudarse esta se encontró con que no podía pagar el alquiler sola. En eso, le contaron que había un muchacho de Argentina “que estaba buscando piso”, y así fue que conoció a uno de mis amigos.

 
La torre del campanario de la iglesia de Sant Pere.
 
 
Apura su café y toma unas cajas para regresar al primer piso, cuando aparece mi amigo. Ambos se saludan y se ponen a discutir los detalles de la obra del próximo jueves. Mientras, yo me cebo unos mates. Hoy armé un mate con la yerba que traje de Montevideo, que es más amarga, aunque cuando se lava agarra gusto feo. Vuelve a la conversación el tema de cómo han aumentado los alquileres. Ahora con lo que alquilaban aquel piso, sólo podrían pagar una habitación, dicen. Me explican que de todos modos aquel apartamento no tenía las comodidades de este. Carecía de calefacción por gas de cañería y el baño seguía siendo el mismo que hacía cien años, cuando esos edificios se construyeron en la zona de la ciudad que se conoce como el Eixample, el ensanche.

Por la ventana se escucha hablar en inglés y una dulce música de la costa oeste de África. Saludamos a Marta que se va con prisa. A las once llega un técnico a preparar la parte de video de su obra. Ahora escucho que por la ventana llegan las voces de una pareja que habla en francés e inglés. La voz masculina, además, tiene acento que recuerda al alemán.


Al rato, bajo a la calle para salir a conocer un poco la ciudad. Me fijo en los plátanos. Allá en Uruguay estos mismos árboles están sin hojas, pero aquí aún están con ese verde nuevo de la primavera. Igual el calor seca muchas hojas. Un hombre con un aparato sopla las hojas caídas debajo de los autos estacionados.
 

Paso frente a la iglesia de Sant Pere, o Monasterio de San Pedro de las Puellas, cuyo campanario se ve desde la terraza de la casa de mis amigos. Un par de cuadras más adelante llego al arco del triunfo, revestido de ladrillos. Era la entrada principal a la Exposición Universal de Barcelona de 1888.

 

Sigo por una avenida arbolada. En algunos balcones se ven “esteladas”, las banderas catalanas en sus diferentes versiones. Abunda la que posee un triángulo amarillo con la estrella roja. 


Al llegar a la avenida de las cortes catalanas doblo hacia la izquierda, camino un par de cuadras y llego al Paseo de Gracia. Unos minutos más de caminata y un poco antes de llegar a la Casa Battló, ya me topo con la muchedumbre de turistas.

Libreta marrón y naranja.


 La Pedrera o Casa Milà

 

Barcelona, sábado 15 de julio.

En la Sagrada Familia, nada mejor que seguir el vuelo de las palomas (más flacas que las de Montevideo), para entender las formas de las torres y las ventanas.

Los reptiles y los caracoles. La brillantina (gran arbolito de Navidad); los detalles de los recovecos.
¿Qué es lo nuevo? ¿Qué es lo viejo?
 

Libreta roja y verde.





Barcelona. Lunes 17 de julio.

En esta cocina que se me antoja africana del norte, vuelvo a la crónica. En Uruguay hace mucho frío. En Bariloche y Santiago de Chile nevó. En General Roca esta madrugada hizo -2º y en Montevideo 6º de mínima.
Es extraña la sensación de haber zafado del “cruel invierno”. Porque no era un fin en sí mismo. Es decir, no era parte del propósito del viaje. Propósito de hecho, difuso.
 
Dije a alguien que este viaje llegaba tarde. Que yo ya no escribía sobre cómic como para ir a la Semana Negra de Gijón. Ni siquiera tengo un medio donde publicar. Una prueba es que no entrevisté a nadie. Tuve la suerte de acordar con el dibujante José Muñoz, con el que quedé en enviarle un cuestionario. En Montevideo tengo todavía para desgrabar cuatro entrevistas a astrónomos que estudian cometas y asteroides.


Libreta marrón y naranja.



 

Barcelona. Miércoles 19 de julio.

El día va a ser caluroso. Aunque no sufro mucho el calor. Ayer a Fernando Santullo le decía que ese mismo calor que padecimos en Sitges, en el Chuy sería insoportable. Algo tendrá que ver la humedad del aire.


Esta reactivación de la amistad con Fernando es algo inesperado de este viaje. El otro día fui a su casa en Castelldefels, al suroeste de Barcelona. Tuve que tomarme un tren de cercanías en la estación de Paseo de Gracia, frente a la Casa Batlló y su enjambre de turistas. Ese día, después de pasarlo a buscar, fuimos hasta el balneario de Sitges.


Sitges

 Luego regresamos a su casa para almorzar y más tarde fuimos a la playa. Me gustó la vista de los cerros que encajonan la pequeña ciudad balneario contra el mar. Y por fin conocí al Mediterráneo. Bellísimos sus matices de verde y muy sorprendente las pocas olas que se ven. Se parecía al Río de la Plata a la altura de Colonia.

Castelldefels
 
Aquel día, por la mañana, cuando me bajé en la estación de Castelldefels y me encontré con Fernando, este me pidió si no lo acompañaba al ayuntamiento a hacer un trámite. Su auto, viejo para los reglamentos de la Unión Europea, debe ser dado de baja. Fernando espera poder vendérselo a un gitano y que por lo menos el traslado con la grúa al desguazadero le salga gratis. Increíble que un auto pueda valer tan poco.


En el ayuntamiento, la oficina de atención al público estaba llena. Tomé unos folletos sobre las fiestas populares de la zona. Todos escritos en catalán. Se lo comenté a Fernando mientras esperábamos sentados, que lo atendieran. Se quejó de que no se respetara el bilingüismo, lo que considera un abuso. Incómodo, imaginaba que las personas sentadas delante nuestro escuchaban con atención lo que decía Fernando, que no baja la voz cuando opina del tema. Me pareció preocupante que no se pudiera hablar con libertad sobre asuntos como la lengua catalana y la independencia de Cataluña. Por suerte lo llamaron de la ventanilla y al rato estábamos bajo la sombra de los árboles de la plaza.


Pasamos por una peatonal llena de sillas con sombrillas, con parroquianos tomando sus aperitivos de las once de la mañana. Nos sentamos también y pedimos dos cañas (vasos de cerveza) y un bocadillo con tomate y queso de oveja. El viejo refuerzo de pan flauta.
Las muchachas que nos atendieron eran caribeñas. Fernando me contó que en Castelldefels habrá unos dos mil uruguayos y unos seis mil argentinos viviendo. Le pregunté si se habían integrado a la ciudad y me dijo que sí. Que eran todos latinos y que compartían valores parecidos, además de hábitos culinarios y de trabajo, dijo burlón.

Pedimos la cuenta después de refrescar la garganta con cerveza fría y caminamos hasta la estación para tomar el tren a Sitges.

 Libreta marrón y naranja.




Iglesia de San Bartolomé y Santa Tecla. Sitges

 

 


Barcelona, jueves 20 de julio.

En la taberna Babia, del barrio gótico, celebrando el estreno de La Bellesa, la obra de teatro comunitario de Marta.
Ana, una mujer bajita y mayor, cuenta con voz ronca de fumadora, que su pareja, Pierre, murió hace poco. Nos cuenta que era de una etnia del sur de Senegal, que llegó a esas tierras en la Edad media, de Etiopía o tal vez de Nubia.
Nos contó que Pierre estuvo doce años peleando en la guerrilla. Que enfrentó con otros dos hombres y sin armas a unos tipos “que se habían cargado a ocho ancianos”. Que cuando murió, ella lo llevó a enterrar a su pueblo.


Contó que las mujeres comenzaron a cantar las proezas de Pierre desde las cinco de la mañana, cuando salió el sol. Que antes se habían reunido para discutir cómo hacer las canciones en honor al difunto. Las canciones decían que había sido muy buen cultivador, que “tenía manos verdes”, que decía siempre la verdad y que era muy buen guerrero. También, que era muy bueno narrando. Que un amigo vendría de lejos para oírlo contar historias.
Ana nos dijo que ella estaba triste y que a veces no dormía por las noches.
Me dijo que estaba escribiendo las historias de Pierre, cuyo verdadero nombre era Oussuntin.


Libreta roja y verde.



Barcelona, viernes 21 de julio.

Tantas cosas han pasado. Los recuerdos se aprietan en mi memoria y muchos no llegarán aquí. Horacio, mi psicólogo, me decía: hay cosas para escribir y otras para sólo vivirlas. No puedes asir todo. Ya leí un poema de 2008 en la carpa de A quemarropa, en Gijón, que hablaba de eso. Sentí, cuando terminé de leer, que había impactado en algo a aquellas personas que estaban oyéndome. Ese fue el último día en la Semana Negra, a la que extraño.

 

El mercado del Born, el mercado central de la ciudad de frutas y verduras (1921 - 1971) convertido en museo y centro cultural.

Fue el día en que visité Oviedo y el segundo que estuve sin dormir. A la vuelta de Oviedo me acosté un rato y caí rendido. Cuando me desperté me sentía bastante mal. Era como si me hubiera levantado a las tres de la mañana. Me vestí de prisa y salí a la calle.
Afuera la gente inundaba el paseo costero, disfrutando del primer día de sol, tal vez en una quincena. Zombi como estaba, esquivé a los paseantes, intentando no atravesar la bici senda, no fuera cosa que me atropellara uno de esos adictos a las dos ruedas.


Cuando se levantó el piso del viejo mercado del Born los arqueólogos se encontraron con restos del siglo XVII y principios del XVIII del antiguo Barrio de la Rivera, con sus calles, como la de los fabricantes de cuerdas para instrumentos: El carrer dels corders de viola.

 

Al llegar al recinto naval, el astillero donde estaba emplazada la Semana Negra, me topé con el sin fin de puestos de libros, recuerdos, ropa, puestos de inmigrantes africanos y los grandes estands de comidas típicas. Sin muchos problemas me las arreglé para atravesar la multitud hasta las carpas de la organización. Tenía que pagar el hotel. Allí, en la carpa, me despedí de Marta, quien fue mi guía a través del correo electrónico, antes del viaje, y de Lorena, la simpática organizadora, de corte de pelo honguito, que me ayudó muchas veces a que no me perdiera por los “callejones” de la Semana Negra.

Escultura del artista ecuatoriano Juan Carlos Valdiviezo en la calle de las Egipciacas, lugar donde existió el convento de las monjas Agustinas Arrepentidas o Egipciacas.

 

Le pagué a Barajas, el director, y luego me puse a conversar con él sobre las muchas veces que, en los treinta años de vida de la semana, los obstáculos, verdaderos palos en las ruedas, que desde la política le habían puesto a la feria. Sin embargo, gracias al empeño de mucha gente se mantenía, luego de tres décadas, como una de las ferias más atractivas de España.
Ahí fue que, desde la carpa de la administración, y aún bastante dormido, caminé hasta la carpa más pequeña, que llevaba el nombre de A quemarropa, la publicación diaria de la Semana Negra, y oí que estaban leyendo poesía. Me acerqué por un costado, donde la carpa estaba abierta, y entre el público numeroso, que estaba de pie, escuché a unos poetas gallegos, o de la zona, leer sus poemas tristes que hablaban de bares y novias perdidas.

Via sepulcral romana. Necrópolis romana de los siglos I y III d.C.

 

Sin perder tiempo busqué en el celular algunos de los poemarios que había descargado para elegir los poemas que leí el sábado de noche en la carpa principal. El primero que me apareció fue el Cuaderno diez, que escribí entre 2006 y 2008. Fue cuando intenté escribir poesía después de mucho tiempo. Tanto había escrito en mis comienzos, que había llegado a un límite donde, como escribí, el pozo, el aljibe, el manantial, se había secado.

 Restos de un acueducto romano en plaza Vuit de Març, Barrio Gótico.


Así que, con esos poemas del renacimiento, del aljibe al fin manando, esperé mi oportunidad, que no demoró. El muchachito que conducía preguntó si alguien quería leer, porque faltaban dos en la lista. Levanté la mano, pero fui ignorado. Alguien a mi lado levantó la mano y me ayudó a que me prestaran atención.
Dormido como estaba, era como una ensoñación la que me impulsaba y la que me daba valor de leer esos poemas tantas veces releídos por mí, en voz baja, en mi cuarto.

Els Quatre Gats (Los cuatro gatos), cervecería de principios de siglo XX, a la que concurrieron artistas como Pablo Picasso, Antonio Gaudí o Joaquín Torres García.



Gato de la Rambla del Raval, escultura de Fernando Botero.

Leí el poema de un caballo que corre por un campo húmedo (que de hecho es un recuerdo de cuando jugamos carreras con los caballos con mi hermano, en Tacuarembó y del destrozo que hicimos en esa bella alfombra verde), el que contaba sobre los apuntes que sacaba, como intentando salvar el día (como lo estoy haciendo ahora en esta cocina, que se me antoja africana del norte y que mis amigos dicen que es toscana), y el poema sobre el dibujo que dejan las ánforas en el lecho marino, describiendo el contorno del barco hundido, cuyas maderas hace siglos han desaparecido comidas por los pequeños animales del mar, y de cómo un buzo sacaba el corcho de cera de una de estas ánforas. El corcho, dije, salía como lo hacen los corchos viejos, lento, lento.
Allí la gente me aplaudió. Yo agradecí como si fuera un japonés, aunque sin agacharme tanto, claro, y salí de la carpa. Alguien me palmeó la espalda y me dijo “muy bueno”. Era mejor nota que la que me pusieron en el último examen de la carrera.


Libreta marrón y naranja.




 Mercado de Saint Antoni

 

Barcelona, viernes 21 de julio.

Jardins de Laribal, Distrito de Sants-Montjuïc.


Salí a caminar en busca de Poble Sec y de Josep Fontana, el historiador, que vive en ese barrio.
Di una vuelta larga tomando Ronda de Saint Antoni y al llegar al mercado le pregunté a un quiosquero.
—¿Poble Sec? Es muy grande. ¿Conoce la calle? —me preguntó.
Dije que sólo quería conocer el barrio. Tenía la esperanza de encontrar una pista. Tal vez entrar a un bar y preguntar si conocían a Josep Fontana y que diera la casualidad de que fuera parroquiano de allí. Pero la realidad, una vez más, me puso en su sitio.
Y de eso se trata mi viaje. ¿De una búsqueda de mis límites? Ya más o menos los conozco y ahora, a medida que envejezco, más acentuadas son esas limitaciones.



El mercado dominical de libros usados de Saint Antoni.

Llegué hasta la Avenida del Paralelo y me detuve frente a un bar que tenía una estatua de una cantante y actriz de cine. Pero no me animé a entrar a preguntar si conocían a Fontana.


Estatua de "La violetera", un "cuplé compuesto por José Padilla en 1914 con letra de Eduardo Montesinos e interpretado y popularizado por la cantante española Raquel Meller".

 
Así que abandoné mi proyecto de conversar con el viejo historiador, crucé la avenida y entré de lleno en Poble Sec. Como está en la falda de Montjuic las calles son empinadas, y mucho. Justo estaban organizando la fiesta del barrio. A lo largo del verano los barrios van viviendo sus fiestas. Ahora le tocaba a Poble Sec.



Pasé los estrados y la gente, casi todas mujeres, preparando la fiesta, con los puestos de bebida y los escenarios para las bandas de rock, y llegué a la parte del cerro que no estaba construido y donde empezaba una zona arbolada.

 

Subí por una senda peatonal y me detuve a mirar el paisaje bajo un ombú. Salí del camino y trepé a una de sus grandes raíces. Allí pude por fin ver la ciudad, arrinconada por la sierra contra el mar.

 


Se veía la Sagrada Familia y más allá, hacia el centro, la catedral. Había pasado por allí hacía un rato y ahora notaba que me encontraba a la derecha de esos lugares. He tenido dificultad para orientarme. Sobre todo, porque el sol, en su movimiento aparente, viaja por el cielo recostado al horizonte sur, cuando en el Hemisferio Sur lo hace sobre el norte. Mi sistema de orientación está roto o confundido.

Subí por una calle que conducía a la cima del monte, pasé frente al museo de Miró, pero decidí seguir de largo, hasta que me detuve en un jardín con su fuente y me dije: quedate un rato acá, viendo el paisaje.


Me senté en unos escalones y me quedé contemplando el agua que caía mansa, con la ciudad de fondo. Una vez allí pensé que sería difícil que pudiera arreglar algo de lo que me pasaba sólo con contemplar el chorro que luchaba contra la gravedad o con escuchar el sonido del crepitar del agua contra la superficie del estanque. Son tantas las ondas generadas. ¿Quieres registrarlas también? ¿Cuántas hubo antes de que llegaras? ¿Extrañará el estanque sus ondas cuando alguien apague la bomba de la fuente? No lo creo.


Libreta roja y verde.









En El taller de Jar se encuentran las notas
 publicadas en El País Cultural, además de un índice.


Gracias por leer.
 


Texto y fotografías: Copyright ®  Daniel Veloso Mozzo 2021

 
 
 


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